/ domingo 10 de mayo de 2020

En Perspectiva | El futuro de nuestra democracia en manos de la SCJN

De los 840,000 bajacalifornianos que acudieron a las urnas el 2 de junio de 2019, el 50,61% de ellos eligió a Jaime Bonilla como su gobernador por un periodo de dos años. No cabía duda sobre el plazo que duraría la gubernatura sufragada. Sin embargo, durante el último año la vida democrática del estado y del país se ha convulsionado por los intentos, ya bien conocidos, por modificar el periodo de dos a cinco años.

La batalla está a punto de llegar a su final con la decisión que la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) tomará este lunes, decisión en la que no pocos ven que se juega la protección al Estado de derecho, el respeto a la Constitución y al voto de las urnas.

En un contexto en donde resulta fácil difundir desde medias verdades hasta completas falacias, así como apostarle a la desmemoria de la población para construir realidades alternas, la decisión que la SCJN tienen entre sus manos trasciende de lo local y supera el interés de una singular entidad federativa: estamos ante un precedente histórico en la vida democrática del México contemporáneo.

Cuando el Tribunal electoral local falló a favor de una gubernatura ya no de cinco sino de seis años, lo hizo bajo el lastimoso argumento de defender que cuantos más años esté un gobernante en el poder, más se garantiza su derecho a ser votado. Dicha conclusión ha sido calificada como una de los mayores absurdos al que ha llegado algún Tribunal electoral, asentando así un precedente profundamente peligroso.

Cuando se establece la duración de un cargo de elección popular tiene como intención primaria la limitación del poder, propiciar la renovación de gobernantes y representantes, además de propiciar la rendición de cuentas. Dicho plazo no es, ni puede ser, establecido como un derecho de los representantes para extenderse el tiempo que ellos, y no la ciudadanía, consideren. Al menos no en el sistema democrático mexicano.

Fueron dos años y ni un minuto más. Así fue la como los electores de Baja California acudieron a votar aquel 2 de junio; cuando depositaron su voto en la urna lo hicieron durante una proceso libre con las reglas claras: el gobernador no permanecería en el cargo más allá de 2021.

Después vino la famosa “consulta ciudadana” del 13 de octubre, realizada fuera de la ley con la velada intención de que los tribunales no pudieran intervenir y detener su realización. Sin base legal y sin garantías de ningún tipo, apenas el 1.8% de los inscritos en el listado nominal participaron. Es decir, se recibieron poco más de 53,000 votos en las 250 casillas instaladas en el estado. El resultado: 84% apoyó la ampliación del mandato del gobernador electo.

Nos damos cuenta de la desproporcionalidad si lo comparamos con las 4,804 casillas en las que votaron 840,486 ciudadanos bajo una elección formal con todas las medidas que la Ley electoral marca para celebrar comicios: desde representantes de casilla y escrutadores al resguardo correcto de los sufragios. Tan sólo la comprobación de la identidad de cada votante con su credencial de elector y la marca en el dedo con tinta indeleble basta para que al compararla con la “consulta” esta sea descalificada.

Certidumbre en el proceso e incertidumbre en los resultados es la máxima de un sistema electoral sano. Todos los procesos electorales cuentan con etapas bien definidas que se abren y se cierran ofreciendo seguridad jurídica y certeza tanto a los contendientes como a la ciudadanía. Solo así se construyen procesos electorales confiables, ciertos y legales, haciendo de este principio un pilar fundamental de la organización electoral.

Las reglas se conocen de antemano y el resultado depende de la voluntad popular; el principio es así de simple. Sin embargo, esta voluntad popular se expresa por medio de un voto, en teoría, informado, razonado y libre. Al votar, se ejerce el derecho de elegir a la persona que consideramos más idónea para cubrir un plazo previamente establecido. Un plazo que no es ni debe ser definido por el político que ocupará el cargo, sino por las reglas constitucionales que la sociedad misma se ha dado. Modificar la duración del cargo después de las elecciones vulnera este principio, la confianza en las autoridades electorales, la certeza de los procesos electorales y constituye, en suma, una manzana envenenada para el sistema democrático y representativo que rige al país.

Lo que se juega este lunes en la cancha de la Suprema Corte no es una nimiedad. Estamos ante un precedente histórico que marcará, para bien o para mal, el comportamiento político-electoral en el futuro próximo de nuestro país.

De los 840,000 bajacalifornianos que acudieron a las urnas el 2 de junio de 2019, el 50,61% de ellos eligió a Jaime Bonilla como su gobernador por un periodo de dos años. No cabía duda sobre el plazo que duraría la gubernatura sufragada. Sin embargo, durante el último año la vida democrática del estado y del país se ha convulsionado por los intentos, ya bien conocidos, por modificar el periodo de dos a cinco años.

La batalla está a punto de llegar a su final con la decisión que la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) tomará este lunes, decisión en la que no pocos ven que se juega la protección al Estado de derecho, el respeto a la Constitución y al voto de las urnas.

En un contexto en donde resulta fácil difundir desde medias verdades hasta completas falacias, así como apostarle a la desmemoria de la población para construir realidades alternas, la decisión que la SCJN tienen entre sus manos trasciende de lo local y supera el interés de una singular entidad federativa: estamos ante un precedente histórico en la vida democrática del México contemporáneo.

Cuando el Tribunal electoral local falló a favor de una gubernatura ya no de cinco sino de seis años, lo hizo bajo el lastimoso argumento de defender que cuantos más años esté un gobernante en el poder, más se garantiza su derecho a ser votado. Dicha conclusión ha sido calificada como una de los mayores absurdos al que ha llegado algún Tribunal electoral, asentando así un precedente profundamente peligroso.

Cuando se establece la duración de un cargo de elección popular tiene como intención primaria la limitación del poder, propiciar la renovación de gobernantes y representantes, además de propiciar la rendición de cuentas. Dicho plazo no es, ni puede ser, establecido como un derecho de los representantes para extenderse el tiempo que ellos, y no la ciudadanía, consideren. Al menos no en el sistema democrático mexicano.

Fueron dos años y ni un minuto más. Así fue la como los electores de Baja California acudieron a votar aquel 2 de junio; cuando depositaron su voto en la urna lo hicieron durante una proceso libre con las reglas claras: el gobernador no permanecería en el cargo más allá de 2021.

Después vino la famosa “consulta ciudadana” del 13 de octubre, realizada fuera de la ley con la velada intención de que los tribunales no pudieran intervenir y detener su realización. Sin base legal y sin garantías de ningún tipo, apenas el 1.8% de los inscritos en el listado nominal participaron. Es decir, se recibieron poco más de 53,000 votos en las 250 casillas instaladas en el estado. El resultado: 84% apoyó la ampliación del mandato del gobernador electo.

Nos damos cuenta de la desproporcionalidad si lo comparamos con las 4,804 casillas en las que votaron 840,486 ciudadanos bajo una elección formal con todas las medidas que la Ley electoral marca para celebrar comicios: desde representantes de casilla y escrutadores al resguardo correcto de los sufragios. Tan sólo la comprobación de la identidad de cada votante con su credencial de elector y la marca en el dedo con tinta indeleble basta para que al compararla con la “consulta” esta sea descalificada.

Certidumbre en el proceso e incertidumbre en los resultados es la máxima de un sistema electoral sano. Todos los procesos electorales cuentan con etapas bien definidas que se abren y se cierran ofreciendo seguridad jurídica y certeza tanto a los contendientes como a la ciudadanía. Solo así se construyen procesos electorales confiables, ciertos y legales, haciendo de este principio un pilar fundamental de la organización electoral.

Las reglas se conocen de antemano y el resultado depende de la voluntad popular; el principio es así de simple. Sin embargo, esta voluntad popular se expresa por medio de un voto, en teoría, informado, razonado y libre. Al votar, se ejerce el derecho de elegir a la persona que consideramos más idónea para cubrir un plazo previamente establecido. Un plazo que no es ni debe ser definido por el político que ocupará el cargo, sino por las reglas constitucionales que la sociedad misma se ha dado. Modificar la duración del cargo después de las elecciones vulnera este principio, la confianza en las autoridades electorales, la certeza de los procesos electorales y constituye, en suma, una manzana envenenada para el sistema democrático y representativo que rige al país.

Lo que se juega este lunes en la cancha de la Suprema Corte no es una nimiedad. Estamos ante un precedente histórico que marcará, para bien o para mal, el comportamiento político-electoral en el futuro próximo de nuestro país.