/ viernes 6 de marzo de 2020

En Perspectiva | ¿Pena de muerte ante un Estado fallido?

La semana pasada realicé un ejercicio de opinión en mis redes sociales. La pregunta fue la siguiente: ¿Estás de acuerdo que el Congreso debata la pena de muerte en México? La respuesta a favor fue abrumadora: Seis mil 100 personas a favor versus 447 en contra, casi el 80%. Aún más interesante resultan los comentarios vertidos en los comentarios.

Desde los muy radicales hasta los moderados, la diversidad en la opinión encuentra un punto medio en quienes simpatizan con la medida pero desconfían de nuestro sistema de justicia. Y no es para menos. Los casos de personas encarceladas y sentenciadas, que luego resultaron inocentes, es el paradigma que ha llevado a la mayoría de los ciudadanos a ser, cuanto menos, desconfiados del sistema.

El tema sale a colación luego de una oleada de feminicidios a lo largo del país y que en Baja California causaron justificada indignación. Castigar este crimen, y otros como la violación y el homicidio doloso, con la pena de muerte está en la discusión pública, no sin poca controversia.

Próximos al día de la Mujer y al paro nacional del 9 de marzo, la medidas que debemos tomar como Estado y sociedad para cambiar la creciente violencia de género es una discusión que no podemos, ni deberíamos intentar evitar. Sin embargo, las reacciones a la consulta que un servidor hizo sobre la pena de muerte también nos recuerdan otro debate sobre el papel del Estado y su obligación de llevar justicia a sus ciudadanos.

La cuestión está harta estudiada, especialmente en Estados Unidos donde la pena de muerte está bien instalada en buena parte de su sociedad. Son 18 los estados donde no hay pena de muerte, y 32 los estados donde sí se aplica.

Según un estudio de la ONG DPIC -que se dedica a recopilar información sobre el tema en base a datos de homicidios provistos por el FBI- durante el período 1990-2016, la tasa de homicidios en los estados sin pena de muerte se mantuvo menor a la registrada en los que sí tienen pena de muerte. ¿Por qué a pesar de las pruebas, en promedio la mitad de los ciudadanos de esos estados sigue aprobando la pena de muerte?

Adam Smith definió alguna vez la justicia como “aquella parte de la venganza que resulta admisible a un tercero imparcial”. La definición de venganza de la Real Academia refuerza la idea: “satisfacción que se toma del agravio o daño recibido”. La idea de la venganza fue algo primitivo, ancestral, que quedó acotada con el nacimiento del Estado, el dador de justicia. Cuando no había Estado, la venganza era lo único a la mano ante el agravio.

Pero un día, en la antigua Roma, surgió el pretor. La venganza, símbolo de la barbarie, dejó su lugar a la justicia, signo de civilidad. Cuando alguien había recibido un agravio, ya no se dejaba llevar por el impulso de venganza; acudía al pretor en demanda de justicia.

Este era el “tercero imparcial” del que habló Smith. Una vez que el denunciante y el denunciado comparecían ante el juez romano, también se sometían a su sentencia. Pero la sentencia sólo reconocía el sentimiento de venganza del agraviado siempre y cuando existieran pruebas, antecedentes de casos similares y el texto sagrado: la Ley.

En México, la violencia de los últimos 15 años ha alimentado el sentimiento de venganza de las miles de víctimas. Cuando no hay justicia, resurge la venganza. Son muchos los crímenes que quedan impunes en México. No sólo los grandes crímenes que a todos han conmovido, como el de la niña Fátima, sino también todos aquellos innumerables delitos que afectan todos los días a la población.

En un contexto en el que la enorme mayoría de los crímenes no son investigados, y mucho menos resueltos, y vemos cómo los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra, la sociedad mexicana deja rienda suelta a sus raíces biológicas, vuelve a ser lo que era antes de que aceptáramos al Estado como el responsable de darnos justicia.

¿Necesitamos, pues, una Secretaría de la Venganza? Una respuesta negativa podría ser obvia, pero para los miles de mexicanos que en este momento claman por justicia, no sonaría tan mal.

Entonces, ¿es la pena de muerte lo que ha facilitado este estado de cosas? Supongamos que se aprueba la ley. Si los crímenes siguen sin ser investigados y resueltos, ¿de qué nos sirve? Si un criminal se sabe impune ¿le va a importar la gravedad de su posible castigo, que de todos modos no recibirá?

La discusión sobre la pena de muerte no es sencilla y podríamos caer fácilmente en maniqueos. Como legisladores tenemos la responsabilidad de estar a la altura de un tema tan controversial y sobre el que los ciudadanos tienen una opinión bien definida.

Antes de aprobar una ley de esta naturaleza debemos concentrarnos en exigirle a nuestras autoridades que investiguen y resuelvan los crímenes, pues estos solo disminuirán cuando una alta proporción sean resueltos y castigados. Lo que falla no son las penas, sino el sistema penal.

El sistema penal se compone de tres elementos fundamentales. Primero, policías eficientes. Segundo, jueces firmes. Tercero, cárceles que cumplan con su cometido: que sean reformados para reducir su peligrosidad.

¿Contamos con estos elementos? Policías poco entrenados, mal pagados y muchas veces corruptos ¿nos dan seguridad? Jueces sobrecargados de trabajo, amenazados por los criminales y con pocas garantías de seguridad personal para actuar con determinación ¿qué nivel de justicia nos ofrecen? Cárceles que actúan como universidades del crimen ¿qué tranquilidad nos brindan?

Falla el pretor. Falla el sistema penal. En su ausencia, predomina en México esa sed primitiva que late en nosotros, como es natural.

Por eso no sorprende la reacción de la ciudadanía ante la cuestión: quieren justicia, el pago justo de los criminales, pero persiste el miedo de que paguen justos por pecadores.

Al discutir la pena de muerte, evitemos caer en la demagogia: no en resolver el problema, sino en identificarnos con el reclamo. Evitemos transformar nuestro sistema de justicia en la Secretaría de la Venganza.

Podemos por comenzar por exigirle a nuestras autoridades dejar de someter políticamente a tantos jueces sin darles, además, los medios que necesitan para imponer en la sociedad una presencia severa y ecuánime. Una Estado que no se ha interesado seriamente por la depuración y reeducación policial, y que muchas veces se baja del podio y se pone a linchar junto a la gente.

Como diputados la pena de muerte será un tema que estaremos obligados a discutir próximamente. No estará libre de controversia, pero al escuchar la opinión de los ciudadanos queda claro de qué lado están, y con justificada razón.

La semana pasada realicé un ejercicio de opinión en mis redes sociales. La pregunta fue la siguiente: ¿Estás de acuerdo que el Congreso debata la pena de muerte en México? La respuesta a favor fue abrumadora: Seis mil 100 personas a favor versus 447 en contra, casi el 80%. Aún más interesante resultan los comentarios vertidos en los comentarios.

Desde los muy radicales hasta los moderados, la diversidad en la opinión encuentra un punto medio en quienes simpatizan con la medida pero desconfían de nuestro sistema de justicia. Y no es para menos. Los casos de personas encarceladas y sentenciadas, que luego resultaron inocentes, es el paradigma que ha llevado a la mayoría de los ciudadanos a ser, cuanto menos, desconfiados del sistema.

El tema sale a colación luego de una oleada de feminicidios a lo largo del país y que en Baja California causaron justificada indignación. Castigar este crimen, y otros como la violación y el homicidio doloso, con la pena de muerte está en la discusión pública, no sin poca controversia.

Próximos al día de la Mujer y al paro nacional del 9 de marzo, la medidas que debemos tomar como Estado y sociedad para cambiar la creciente violencia de género es una discusión que no podemos, ni deberíamos intentar evitar. Sin embargo, las reacciones a la consulta que un servidor hizo sobre la pena de muerte también nos recuerdan otro debate sobre el papel del Estado y su obligación de llevar justicia a sus ciudadanos.

La cuestión está harta estudiada, especialmente en Estados Unidos donde la pena de muerte está bien instalada en buena parte de su sociedad. Son 18 los estados donde no hay pena de muerte, y 32 los estados donde sí se aplica.

Según un estudio de la ONG DPIC -que se dedica a recopilar información sobre el tema en base a datos de homicidios provistos por el FBI- durante el período 1990-2016, la tasa de homicidios en los estados sin pena de muerte se mantuvo menor a la registrada en los que sí tienen pena de muerte. ¿Por qué a pesar de las pruebas, en promedio la mitad de los ciudadanos de esos estados sigue aprobando la pena de muerte?

Adam Smith definió alguna vez la justicia como “aquella parte de la venganza que resulta admisible a un tercero imparcial”. La definición de venganza de la Real Academia refuerza la idea: “satisfacción que se toma del agravio o daño recibido”. La idea de la venganza fue algo primitivo, ancestral, que quedó acotada con el nacimiento del Estado, el dador de justicia. Cuando no había Estado, la venganza era lo único a la mano ante el agravio.

Pero un día, en la antigua Roma, surgió el pretor. La venganza, símbolo de la barbarie, dejó su lugar a la justicia, signo de civilidad. Cuando alguien había recibido un agravio, ya no se dejaba llevar por el impulso de venganza; acudía al pretor en demanda de justicia.

Este era el “tercero imparcial” del que habló Smith. Una vez que el denunciante y el denunciado comparecían ante el juez romano, también se sometían a su sentencia. Pero la sentencia sólo reconocía el sentimiento de venganza del agraviado siempre y cuando existieran pruebas, antecedentes de casos similares y el texto sagrado: la Ley.

En México, la violencia de los últimos 15 años ha alimentado el sentimiento de venganza de las miles de víctimas. Cuando no hay justicia, resurge la venganza. Son muchos los crímenes que quedan impunes en México. No sólo los grandes crímenes que a todos han conmovido, como el de la niña Fátima, sino también todos aquellos innumerables delitos que afectan todos los días a la población.

En un contexto en el que la enorme mayoría de los crímenes no son investigados, y mucho menos resueltos, y vemos cómo los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra, la sociedad mexicana deja rienda suelta a sus raíces biológicas, vuelve a ser lo que era antes de que aceptáramos al Estado como el responsable de darnos justicia.

¿Necesitamos, pues, una Secretaría de la Venganza? Una respuesta negativa podría ser obvia, pero para los miles de mexicanos que en este momento claman por justicia, no sonaría tan mal.

Entonces, ¿es la pena de muerte lo que ha facilitado este estado de cosas? Supongamos que se aprueba la ley. Si los crímenes siguen sin ser investigados y resueltos, ¿de qué nos sirve? Si un criminal se sabe impune ¿le va a importar la gravedad de su posible castigo, que de todos modos no recibirá?

La discusión sobre la pena de muerte no es sencilla y podríamos caer fácilmente en maniqueos. Como legisladores tenemos la responsabilidad de estar a la altura de un tema tan controversial y sobre el que los ciudadanos tienen una opinión bien definida.

Antes de aprobar una ley de esta naturaleza debemos concentrarnos en exigirle a nuestras autoridades que investiguen y resuelvan los crímenes, pues estos solo disminuirán cuando una alta proporción sean resueltos y castigados. Lo que falla no son las penas, sino el sistema penal.

El sistema penal se compone de tres elementos fundamentales. Primero, policías eficientes. Segundo, jueces firmes. Tercero, cárceles que cumplan con su cometido: que sean reformados para reducir su peligrosidad.

¿Contamos con estos elementos? Policías poco entrenados, mal pagados y muchas veces corruptos ¿nos dan seguridad? Jueces sobrecargados de trabajo, amenazados por los criminales y con pocas garantías de seguridad personal para actuar con determinación ¿qué nivel de justicia nos ofrecen? Cárceles que actúan como universidades del crimen ¿qué tranquilidad nos brindan?

Falla el pretor. Falla el sistema penal. En su ausencia, predomina en México esa sed primitiva que late en nosotros, como es natural.

Por eso no sorprende la reacción de la ciudadanía ante la cuestión: quieren justicia, el pago justo de los criminales, pero persiste el miedo de que paguen justos por pecadores.

Al discutir la pena de muerte, evitemos caer en la demagogia: no en resolver el problema, sino en identificarnos con el reclamo. Evitemos transformar nuestro sistema de justicia en la Secretaría de la Venganza.

Podemos por comenzar por exigirle a nuestras autoridades dejar de someter políticamente a tantos jueces sin darles, además, los medios que necesitan para imponer en la sociedad una presencia severa y ecuánime. Una Estado que no se ha interesado seriamente por la depuración y reeducación policial, y que muchas veces se baja del podio y se pone a linchar junto a la gente.

Como diputados la pena de muerte será un tema que estaremos obligados a discutir próximamente. No estará libre de controversia, pero al escuchar la opinión de los ciudadanos queda claro de qué lado están, y con justificada razón.