/ sábado 17 de julio de 2021

Expediente Confidencial | Todos los caminos (y las canciones) de Roma llevan a Londres

Entre Wembley y Wimbledon hay 16 kilómetros en línea recta, que se recorren en aproximadamente 28 minutos en un automóvil. Y el domingo pasado, ocurrió una de esas coincidencias mágicas que solamente pueden darse en el mundo deportivo: mientras en el recinto balompédico se disputaba la final de la Eurocopa, en el tenístico se dirimía al ganador del Grand Slam londinense.

En Wembley, la selección inglesa buscaba obtener su primer título en 55 años, frente al representativo italiano, que iba por su primera Eurocopa en 53 calendarios.

En Wimbledon, el serbio Novak Djokovic buscaba empatar a Roger Federer y Rafael Nadal como los tenistas que más Grand Slams han ganado en toda la historia; enfrentaba a un italiano también: Matteo Berrettini, el primer jugador de su país en llegar a una final del torneo inglés.

Historia por las cuatro esquinas, bajo el manto de un atardecer londinense.

A los dos minutos de iniciado el partido en Wembley, ‘El equipo de la Rosa’ anotó. Luke Shaw levantó de su asiento a los miles de ingleses ahí congregados, incluidos el primer ministro británico, Boris Johnson, el príncipe Guillermo y su esposa, Kate Middleton. Fiesta y cantos cubrieron el segundo campo de fútbol más grande de Europa, edificado sobre su antiguo homónimo, donde Inglaterra se coronó campeón mundial, polémicamente, en 1966.

Y si la lógica se estaba redactando en Wembley, una sorpresa parecía dibujarse en Wimbledon: Berrettini se llevaba el primer set ante Djokovic.

A Berrettini, paradójicamente, se le estaba cumpliendo, sobre una cancha de tenis, aquella prosa musicalizada que los geniales Giorgio Moroder y Tom Whitlock -los mismos de What a Feeling y Take My Breath Away- hicieron para el mundial futbolístico de 1990: “Quel sogno che comincia da bambino, e che ti porta sempre, piu' lontano, non e' una favola…”.

Pero, así como en las canciones lo memorable llega con el coro, en los encuentros deportivos es el resultado final lo que se vuelve indeleble.

Djokovic se levantó de ese primer tropiezo, de ese golpe al salir del vestuario, de ese lance del veinteañero Berrettini corriendo presuroso al encuentro de un sueño que él mismo trazó al vencer en semifinales: “A mis compatriotas les diría que se compren un buen televisor si aún no lo han hecho, porque creo que será un domingo especial para todos nosotros”.

Acertó Berrettini cuando pronosticó la necesidad que tendrían los italianos de un buen aparato receptor, para atestiguar un domingo especial, pero no en la razón para eso. Djokovic se llevó los tres siguientes sets a sus alforjas y, con ello, el trofeo de Wimbledon. A Matteo le tocó simplemente ser el alternante para que un histórico del tenis mundial construyera una versión aún mejor de sí mismo. Y, en la memoria del deporte italiano, ser el periódico teñido de sepia por el tiempo, que relata la épica hazaña del nativo de la comarca que llegó donde ningún otro había podido. El bambino que retó a los momios.

Mientras tanto, en Wembley, a la selección italiana se le cumplía la profecía de Moroder en la segunda parte de su melodía: “Notti magiche, inseguendo un goal, sotto il cielo, di un'estate italiana”.

Leonardo Bonucci, un defensa que ha tenido el disfrute de jugar con los tres equipos más grandes de Italia -Milán, Juventus e Inter-, anotó un gol de riñones –¿los italianos han ganado alguna vez sin estos?-, en una melé ante la portería inglesa. Y Wembley se calló. Y se cayó.

Después del 1-1, brilló el Catenaccio y los ingleses, como tantas otras escuadras a lo largo de los tiempos, se estrellaron en el manual italiano para jugar al fútbol.

A Inglaterra se le apareció el ‘deja vú’ de aquella Alemania de 1996, que le eliminó en Wembley de esa Eurocopa, nada más que hablando italiano. Otra vez un 1-1 en tiempo regular, que no se movió en la prórroga. Otra vez los penales. Los fantasmas existen. Y, como en el clásico Cuento de Navidad, fueron tres los que visitaron a la oncena inglesa: todos vestidos de azul. Ese color tan entrelazado a Italia. ‘Nel blu dipinto di blu’, cantaba Domenico Modugno, el nativo de Apulia, la región que le da su tacón a la bota itálica, quien le ganó el primer Grammy de la historia a Sinatra en la mismísima Nueva York y se lo llevó para Roma. Era la época donde aún triunfaba la música y no el vestuario escuetísimo de Dua Lipa...

Volvamos a lo nuestro: Italia es como una buena canción de la cual, una y otra vez, se hacen ‘covers’ que, aunque sean variantes de la original acompasadas a su tiempo, conservan la esencia que, como diría Don McLean, es capaz de hacernos creer que la música puede salvar nuestra alma mortal.

En cada nuevo título, Italia remasteriza sus fortalezas, pero también cambia sus tonalidades. Cada vez que disputa una final, la oncena azul tiene un portero de credenciales: Dino Zoff, Gianluca Pagliuca, Gianluigi Buffon y, ahora, otro Gianluigi y otro gran cancerbero, apellidado Donnarumma.

Quien fue el héroe de este título, ahora es parte del millonario Paris-Saint Germain, equipo con la singular vocación de ser nido de águilas y, a la par, cementerio de elefantes. Tal contraste, quizás, ha causado sus costosos descalabros. Pero de eso nada sabe, por ahora, Donnarumma, extensión en el tiempo de esa grandeza histórica de los porteros italianos

Y, a lo largo del tiempo, tampoco puede faltar, en la selección italiana, un defensa que tenga mucho de Corleone, desde Franco Baresi -presente en dos finales-, hasta Giorgio Chiellini, pasando por Fabio Cannavaro y Paolo Maldini.

Pero esta Italia no tuvo un Paolo Rossi, ni un Roberto Baggio. Fue más conjunto que individualidades rutilantes. Fue más testosterona que inspiración. Fue la scuadra azurra en su estado más puro. Desde Donnarumma hasta el estratega Roberto Mancini, aquel que, precisamente, como jugador, vio como Italia no podía cumplir en la cancha esa profecía que retrataba el himno de su mundial. Las ‘Notti magiche di un'estate italiana’, ya se sabe, fueron para Alemania, con el patrocinio de un mexicano ‘fake’ llamado Edgardo Codesal.

Y para Berrettini, siempre quedará el consuelo de seguir anhelando, con el argumento irrebatible de que se estuvo a un paso de hacer del sueño una inesperada realidad. Más vale quedarse con la miel en los labios, que tener sabor a hiel…

Pero, por lo sucedido en Wembley, hace una semana, aquella rima de Moroder al fin se cumplió, como un plazo virtuoso. Y también la que entonaba Modugno: Felice di stare lassù.

Si, ‘Volare, oh oh...’

Comentarios: gerardofm2020@gmail.com

Entre Wembley y Wimbledon hay 16 kilómetros en línea recta, que se recorren en aproximadamente 28 minutos en un automóvil. Y el domingo pasado, ocurrió una de esas coincidencias mágicas que solamente pueden darse en el mundo deportivo: mientras en el recinto balompédico se disputaba la final de la Eurocopa, en el tenístico se dirimía al ganador del Grand Slam londinense.

En Wembley, la selección inglesa buscaba obtener su primer título en 55 años, frente al representativo italiano, que iba por su primera Eurocopa en 53 calendarios.

En Wimbledon, el serbio Novak Djokovic buscaba empatar a Roger Federer y Rafael Nadal como los tenistas que más Grand Slams han ganado en toda la historia; enfrentaba a un italiano también: Matteo Berrettini, el primer jugador de su país en llegar a una final del torneo inglés.

Historia por las cuatro esquinas, bajo el manto de un atardecer londinense.

A los dos minutos de iniciado el partido en Wembley, ‘El equipo de la Rosa’ anotó. Luke Shaw levantó de su asiento a los miles de ingleses ahí congregados, incluidos el primer ministro británico, Boris Johnson, el príncipe Guillermo y su esposa, Kate Middleton. Fiesta y cantos cubrieron el segundo campo de fútbol más grande de Europa, edificado sobre su antiguo homónimo, donde Inglaterra se coronó campeón mundial, polémicamente, en 1966.

Y si la lógica se estaba redactando en Wembley, una sorpresa parecía dibujarse en Wimbledon: Berrettini se llevaba el primer set ante Djokovic.

A Berrettini, paradójicamente, se le estaba cumpliendo, sobre una cancha de tenis, aquella prosa musicalizada que los geniales Giorgio Moroder y Tom Whitlock -los mismos de What a Feeling y Take My Breath Away- hicieron para el mundial futbolístico de 1990: “Quel sogno che comincia da bambino, e che ti porta sempre, piu' lontano, non e' una favola…”.

Pero, así como en las canciones lo memorable llega con el coro, en los encuentros deportivos es el resultado final lo que se vuelve indeleble.

Djokovic se levantó de ese primer tropiezo, de ese golpe al salir del vestuario, de ese lance del veinteañero Berrettini corriendo presuroso al encuentro de un sueño que él mismo trazó al vencer en semifinales: “A mis compatriotas les diría que se compren un buen televisor si aún no lo han hecho, porque creo que será un domingo especial para todos nosotros”.

Acertó Berrettini cuando pronosticó la necesidad que tendrían los italianos de un buen aparato receptor, para atestiguar un domingo especial, pero no en la razón para eso. Djokovic se llevó los tres siguientes sets a sus alforjas y, con ello, el trofeo de Wimbledon. A Matteo le tocó simplemente ser el alternante para que un histórico del tenis mundial construyera una versión aún mejor de sí mismo. Y, en la memoria del deporte italiano, ser el periódico teñido de sepia por el tiempo, que relata la épica hazaña del nativo de la comarca que llegó donde ningún otro había podido. El bambino que retó a los momios.

Mientras tanto, en Wembley, a la selección italiana se le cumplía la profecía de Moroder en la segunda parte de su melodía: “Notti magiche, inseguendo un goal, sotto il cielo, di un'estate italiana”.

Leonardo Bonucci, un defensa que ha tenido el disfrute de jugar con los tres equipos más grandes de Italia -Milán, Juventus e Inter-, anotó un gol de riñones –¿los italianos han ganado alguna vez sin estos?-, en una melé ante la portería inglesa. Y Wembley se calló. Y se cayó.

Después del 1-1, brilló el Catenaccio y los ingleses, como tantas otras escuadras a lo largo de los tiempos, se estrellaron en el manual italiano para jugar al fútbol.

A Inglaterra se le apareció el ‘deja vú’ de aquella Alemania de 1996, que le eliminó en Wembley de esa Eurocopa, nada más que hablando italiano. Otra vez un 1-1 en tiempo regular, que no se movió en la prórroga. Otra vez los penales. Los fantasmas existen. Y, como en el clásico Cuento de Navidad, fueron tres los que visitaron a la oncena inglesa: todos vestidos de azul. Ese color tan entrelazado a Italia. ‘Nel blu dipinto di blu’, cantaba Domenico Modugno, el nativo de Apulia, la región que le da su tacón a la bota itálica, quien le ganó el primer Grammy de la historia a Sinatra en la mismísima Nueva York y se lo llevó para Roma. Era la época donde aún triunfaba la música y no el vestuario escuetísimo de Dua Lipa...

Volvamos a lo nuestro: Italia es como una buena canción de la cual, una y otra vez, se hacen ‘covers’ que, aunque sean variantes de la original acompasadas a su tiempo, conservan la esencia que, como diría Don McLean, es capaz de hacernos creer que la música puede salvar nuestra alma mortal.

En cada nuevo título, Italia remasteriza sus fortalezas, pero también cambia sus tonalidades. Cada vez que disputa una final, la oncena azul tiene un portero de credenciales: Dino Zoff, Gianluca Pagliuca, Gianluigi Buffon y, ahora, otro Gianluigi y otro gran cancerbero, apellidado Donnarumma.

Quien fue el héroe de este título, ahora es parte del millonario Paris-Saint Germain, equipo con la singular vocación de ser nido de águilas y, a la par, cementerio de elefantes. Tal contraste, quizás, ha causado sus costosos descalabros. Pero de eso nada sabe, por ahora, Donnarumma, extensión en el tiempo de esa grandeza histórica de los porteros italianos

Y, a lo largo del tiempo, tampoco puede faltar, en la selección italiana, un defensa que tenga mucho de Corleone, desde Franco Baresi -presente en dos finales-, hasta Giorgio Chiellini, pasando por Fabio Cannavaro y Paolo Maldini.

Pero esta Italia no tuvo un Paolo Rossi, ni un Roberto Baggio. Fue más conjunto que individualidades rutilantes. Fue más testosterona que inspiración. Fue la scuadra azurra en su estado más puro. Desde Donnarumma hasta el estratega Roberto Mancini, aquel que, precisamente, como jugador, vio como Italia no podía cumplir en la cancha esa profecía que retrataba el himno de su mundial. Las ‘Notti magiche di un'estate italiana’, ya se sabe, fueron para Alemania, con el patrocinio de un mexicano ‘fake’ llamado Edgardo Codesal.

Y para Berrettini, siempre quedará el consuelo de seguir anhelando, con el argumento irrebatible de que se estuvo a un paso de hacer del sueño una inesperada realidad. Más vale quedarse con la miel en los labios, que tener sabor a hiel…

Pero, por lo sucedido en Wembley, hace una semana, aquella rima de Moroder al fin se cumplió, como un plazo virtuoso. Y también la que entonaba Modugno: Felice di stare lassù.

Si, ‘Volare, oh oh...’

Comentarios: gerardofm2020@gmail.com