/ sábado 9 de diciembre de 2023

Mujeres en tránsito por México: Abusos, amenazas y marginación

Viven bajo amenaza de sus empleadores, con sueldos precarios y otras presiones: Cardona, asociada principal de ACNUR

Este reportaje fue realizado con el apoyo de International Women’s Media Foundation (IWMF) como parte de su iniciativa de ¡Exprésate! en América Latina. Con la edición de Cristina Salmerón.

*Algunos de los nombres utilizados en este reportaje han sido modificados para resguardar la identidad de las personas mencionadas

Aquí está Bryan. Escritas en cursiva sobre un pedazo de papel que colgaba de una cruz hecha de palos, esas palabras insinuaban que ahí, entre los arbustos tupidos y piedras, se había enterrado el cuerpo de Bryan. Mari no sabía quién era, pero se detuvo cuidadosamente a mirar.

Dos semanas antes había cerrado por última vez la puerta de su casa en Zulia, Venezuela. En una mañana de septiembre en la que sus cuatro hijos, que la esperaban afuera, insistían, expectantes y confundidos, con sus dudas.

Querían saber cuánto tardarían en llegar a la primera parada. Cuándo, en cambio, llegarían a la última.

En los pocos bolsos que habían amontonado en la vereda traían sus identificaciones, abrigos, un par de ollas para cocinar y una carpa. De artículos personales, únicamente una versión de bolsillo del Nuevo Testamento. Solo lo indispensable, pensó mientras armaba los bolsos.

Le habían advertido que era mejor viajar ligeros; “Esperemos que no sea necesario” –le dijeron esa vez– “pero nunca se sabe si les va a tocar correr, bajarse del camión o cruzar a pie algún río”.

Con ella viajaban su hermana, su cuñado y sus respectivos hijos. En total eran 12; tres adultos, ocho menores y un perro.

Siete países los separaban del destino final y el recorrido había sido esbozado meticulosamente por su cuñado, quien lideraría los tramos más complejos. 25 dólares para trasladarse en bus desde la capital de Venezuela hasta la frontera con Colombia. Menos de 1 dólar para moverse de Maicao a Medellín. Sabían que les tocaría caminar durante horas bajo el sol, que tendrían que bordear los pasos oficiales en algunas fronteras para evitar los puntos de Migración y que, en la mayoría de los cruces, quedarían a la deriva, en tierra de nadie.

Diseño, animación y musicalización por Gracia Fernández


Entre todos sumaban mil dólares que tendrían que alcanzar, sin excepciones, hasta el cruce en balsa desde Guatemala a México. Una vez llegados a esa frontera, pensaban, podrían trabajar. O al menos pedir plata en la calle.

Mari no le temía al recorrido, o no lo suficiente como para retroceder, pero en ese preciso instante en el que se encontró frente a la tumba improvisada de Bryan –supo después que había intentado huir pero murió en la selva– y luego de haber caminado durante cuatro días por el Darién, pensó en todas las veces que le advirtieron que en “ese cruce maldito, todo es posible”.

Pero las ganas de continuar habían sido más fuertes y el motor detrás de sus acciones, como para muchas y muchos que huyen de sus países de origen, seguía siendo la promesa de una mejor vida. Esa vida, como le habían repetido tíos, primos y amigos, la encontrarían en Estados Unidos. Y por más remota que fuera la posibilidad, el solo hecho de que existiera, apaciguaba los obstáculos del camino.

Pero hasta entonces, Mari y su familia se enfrentarían a la dura vivencia de las personas en movilidad; una espera incierta en países ajenos que se puede extender durante meses y en la que no hay mayores posibilidades de trabajar. Si las hay, se limitan al sector informal y a trabajos mayormente precarizados, sin contrato, sin garantías y bajo el alero de una posible explotación constante.

Lesbia, Alba y Damaris (de izquierda a derecha) llegaron a México escapando de las múltiples violencias que marcan sus vidas. Hoy forman parte del Programa de Emergencia Social de la Secretaría de Bienestar en Tapachula, mediante el cual han sido vinculadas a tareas comunitarias. Crédito: Tomás Reid

Mely llegó a México desde Cuba hace dos meses, junto a una sobrina de 13 años y una tía. El de ellas fue un recorrido planificado, tramo por tramo, mediante un servicio de coyote recomendado por conocidos.

El riesgo, aunque nunca lo verbalizaron, era inminente; podía tratarse de un servicio falso, les podían robar la plata, secuestrar y dejarlas tiradas en la mitad del camino. El costo era de mil 400 dólares, desde Nicaragua hasta México, y se pagaba por tramo cumplido.

Los días previos a su partida, el mismo coyote les explicó que entre las tres no podían llevar más de cinco bolsos chicos, que habría tramos en los que no las iba a poder acompañar – esos los tendrían que hacer a pie–, que era probable que las bajaran de los camiones y que si las paraban los retenes, no tenían que mostrarse nerviosas ni asustadas.

Todo iba a salir bien, les dijo, y él no las abandonaría sino hasta el último rincón de Guatemala, donde cruzarían el Río Suchiate para entrar al estado de Chiapas, en México.

El 13 de octubre, Mely y su familia llegaron a Tapachula, donde hoy residen en la casa de una mujer de la zona, con otros tres desconocidos. Y a los pocos días, consiguió empleo como mesera en un restaurante del centro, donde trabaja seis días de la semana, de 8 a 6 de la tarde.

Mediante un acuerdo de palabra, recibe un sueldo semanal de mil 200 pesos mexicanos y con eso le alcanza para alimentar a su sobrina y tía, que están bajo su responsabilidad.

Es una de las afortunadas, como ella dice. De las pocas que, al llegar y pese a no contar con los documentos correspondientes, pudo conseguir trabajo.

Filas para recibir dinero por Western Union en Tapachula, Chiapas. Crédito: Tomás Reid

Y es que, en lo que va del año, más de 500 mil personas en tránsito han ingresado a México, según la Unidad de Política Migratoria. De esas, 136 mil 934 corresponden a personas que han solicitado refugio. Y, como explica la periodista especializada en temas de migración, género y trabajo, Blanca Juárez, solo un 10% de quienes están en edades aptas para trabajar, lo están haciendo.

Situación que solo se vuelve más grave en el caso de las mujeres, cuyos movimientos, en la mayoría de los casos, son para escapar de las múltiples violencias que hoy caracterizan sus vidas. Lo que nadie les dice es que escapan de eso solo para enfrentar los retos de los países a los que llegan.

Y es que la de ellas es una historia de sobrevivencia diaria, especialmente si se trata de mujeres racializadas y empobrecidas, explica Juárez.

“Hay migraciones que se prefieren más que otras. No es lo mismo una mujer argentina, que una guatemalteca o una hondureña, por más que todas vienen arrancando de crisis”, dice. “O, el caso de Venezuela; por más que estén viviendo una crisis por un embargo económico y político de Estados Unidos, la población creció en un régimen en el que sí se les proveía de educación y salud, muy distinto a Haití que históricamente no ha tenido estabilidad”.

En tiempos de crisis humanitarias, genocidios, pandemias, guerras fronterizas y miseria desbordada, en los que hemos puesto en duda el propósito inicial de las delimitaciones territoriales, se vuelve clave preguntar: ¿Cómo habitan el desarraigo aquellas personas que no tuvieron más opción que ponerse en riesgo con tal de cruzar al otro lado? ¿A qué tratos y condiciones se enfrentan las mujeres en tránsito? Y, sobre todo, ¿qué fronteras culturales y emocionales atraviesan?

Es más difícil para ellas

Un informe realizado en el 2021 por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), titulado Mujeres migrantes centroamericanas en México: Informalidad en la contratación y el empleo, da cuenta de que las mujeres en tránsito están más expuestas que sus pares hombres a ser víctimas de malos tratos, explotación, discriminación y violencias de todo tipo.

En esto contribuyen una serie de factores. Los procesos de contratación informal y los trabajos “feminizados” a los que suelen acceder, tales como la venta ambulante, el comercio chico, el trabajo sexual y doméstico —que de por sí son trabajos mayormente precarizados y escasamente regulados—, sin duda son de los más importantes.

También influye el hecho de depender, como ocurre en muchos casos, de las visas de sus parejas hombres, quienes sí pueden acceder a trabajos con mejores sueldos y en los que hay posibilidad de obtener un contrato temporal, especialmente si se trata de puestos en el sector agrícola o de construcción.

A eso se le suma el incumplimiento del marco normativo que establece que estas mujeres tienen que estar acogidas, sea cual sea su estatus migratorio, a los derechos estipulados en las leyes federales y en los convenios internacionales que han sido ratificados por México, como la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer.

“A falta de un enfoque de género en la normativa, existen lagunas en el incumplimiento de la ley. Las mujeres migrantes son especialmente vulnerables y esto se ve exacerbado por miedo al recurso o la rescisión del contrato, si es que lo tienen, o por la constante amenaza de ser deportadas”, se plantea en el informe.

Así mismo lo explica la asociada principal de protección del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), Sofía Cardona, quien asegura que las mujeres extranjeras que se encuentran en movilidad viven con la amenaza constante por parte de sus empleadores. Esa situación da paso a cierta permisividad y las obliga a aceptar sueldos precarios, horarios extremos y retención de documentos.

“Las migrantes viven escuchando: ‘si no te gusta, le hablo a Migración’. Incluso cuando son solicitantes de refugio y cuentan con un marco de protección que previene su devolución, esa lógica hace que el temor prevalezca. Así se someten a situaciones de riesgo e incluso trata”, profundiza Cardona. “Y es que en este contexto de flujo migratorio, no se auto conciben como sujetas de derecho”.

Magreis llegó a Chiapas de Guatemala hace un año, luego de presenciar el asesinato de su empleador. Hoy tiene residencia permanente y vive en una casa en Tapachula con su hija y una compañera de Guatemala. Crédito: Tomás Reid

Regina de 52 años, llegó a México de Perú hace cinco años y pudo tramitar su residencia permanente con la ayuda de la fundación Sin Fronteras.

Ingresó al país con la misma pareja española que la había empleado durante años en Perú, pero cuando quedó embarazada, no dudaron en amenazarla y decirle que la iban a deportar.

“No les servía una trabajadora del hogar mayor y embarazada, y me quisieron descartar como si fuera un mueble viejo. Cuando somos más grandes, es como si tuviéramos que estar constantemente agradecidas de que nos consideren”, reflexiona hoy.

Con el tiempo, las agresiones vinieron de sus mismas compañeras mexicanas. “Como yo tengo que mantener a mi hijo lejos de mi familia, a veces acepto que me paguen un poco menos o me quedo a dormir en la casa de mis empleadores, para que me vuelvan a llamar. Mis colegas no lo hacen y me dicen que soy esclava y que les vine a quitar el trabajo. Pero me quedo callada y aguanto”, cuenta.

Aguantar es lo que más ha hecho Regina desde que llegó. Ha pasado por múltiples empleadores y ha trabajado en casas de colonias como Polanco y la Del Valle en Ciudad de México. Ella, en cambio, vive en una habitación en Ecatepec, Estado de México por la que paga mil 800 pesos mensuales que el arrendatario intenta subir sin pretexto alguno.

“Me han querido correr, mis empleadores me responsabilizan de romper sus candelabros y de dormir en sus camas. Soy el chivo expiatorio de todo lo que les pasa y sé que es porque soy peruana. De hecho, me viven diciendo que no me puedo olvidar que dependo de ellos. Pero si me voy a otro lado, a mi edad, no sabría qué hacer”.

Es ese, como explican los especialistas, el primer gran reto. A nivel legislativo, hay leyes que protegen a las mujeres migrantes –la Ley Federal del Trabajo postula que no existe discriminación por origen étnico o nacional, género, edad, discapacidad, religión, condición social, de salud, o migratoria– pero la información al respecto ha sido escasamente difundida, así como los fondos para que las organizaciones civiles puedan concientizar al respecto.

Terminan cobrando más relevancia los miedos y obstáculos, entre ellos la lentitud de los trámites migratorios y el precario acceso a sistemas bancarios.

Y esto es particularmente relevante porque México se ha vuelto el país que está viendo el flujo migratorio mixto más vasto de todo el mundo, como explica Sofia Cordona.

Esto significa que por las mismas rutas, vías y servicios pasan personas migrantes, refugiadas, forzadas a huir, víctimas de trata y familias con coyotes, la mayoría de las cuales ingresan a México por vía terrestre a través del estado de Chiapas.

“Lo que estamos viendo hoy es que México, si bien es un país de tránsito, se ha convertido en estos últimos años en un país de destino, particularmente para aquellos forzados a huir”, profundiza.

Y es que, si en el 2014 hubo 2 mil personas que solicitaron refugio en el país, según comenta Sofía Cardona, en el 2023 esa cifra superó las 129 mil, convirtiendo a México en el segundo país ­a nivel mundial con la mayor cantidad de solicitudes de la condición de refugiados.

En este contexto, y considerando los cambios en las políticas migratorias de Estados Unidos impulsadas después de la pandemia, por los que miles de familias se han visto retenidas en México a la espera de sus documentos o citas migratorias, es fundamental preguntarse quién vela por los derechos de estas mujeres.

Y es que se trata de una población que trae a cuestas la carga de múltiples violencias que se repiten a lo largo de sus recorridos. La mayoría, especialmente si son centroamericanas, ha sido víctima de violencia de género, explica la especialista del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, Marcela Montoya.

“Son un blanco fundamental, especialmente en los sectores pobres de sus países”, dice. Y en los cruces, vuelven a ser víctimas, esta vez de violencia sexual.

Balsas cruzando el Río Suchiate, en la frontera entre México y Guatemala. Crédito: Tomás Reid

“Es principalmente en la frontera entre México y Guatemala donde los agentes migratorios las extorsionan más”, explica Blanca Juárez. “En un sistema misógino y machista, es esa la moneda de cambio. Y las mujeres ya lo saben; muchas toman pastillas anticonceptivas antes de cruzar”.

Dagmara Mejía, jefa de unidad de terreno de ACNUR en Baja California y Sonora comenta que alrededor del 41% del total de solicitantes de refugio en el país son mujeres. A eso se le suma, como explica el titular de Comar en Baja California, Efren González Pola, que esa espera puede ser de hasta siete meses o más, lo que solo entorpece la búsqueda de empleo.

Por lo mismo, son los sectores informales —en los que no hay empleador o no están formalmente inscritos en el Instituto Nacional de Migración (INM)— los que más emplean a mujeres.

Así lo revela una encuesta realizada por ACNUR durante el primer semestre del 2023; de las personas en tránsito que permanecen en la ciudad fronteriza de Tijuana, el 59% trabaja de manera informal.

En el caso de las personas que trabajan de manera formal y pueden acceder a diversas prestaciones, el 20% se dedica al área de servicios (cajeras, meseras, limpieza), el 18% a la industria y el 12% en puestos administrativos, según los resultados de la encuesta.

Como se establece en el informe de la OIT, la informalidad y la temporalidad siguen siendo las características predominantes de la movilidad fronteriza. “A la complejidad y costo del trámite para la obtención del permisos de trabajo, se suma que los trabajadores migrantes y los empleadores incumplen las reglas en materia de migración y empleo, lo que repercute más en las mujeres que están sobrerrepresentadas en los sectores de servicios”, postulan.

En la mayoría de los casos, las poblaciones en tránsito no cuentan con toda su documentación, sea porque la perdieron a lo largo de su travesía, o porque fueron víctimas de asalto, o porque simplemente tuvieron que salir de sus países con lo esencial. Y esto, como es de esperarse, se suma a la lista de impedimentos al momento de buscar trabajo.

Para poder contratar formalmente a una persona en tránsito, además, es necesario que cuente con su Clave Única de Registro de Población (CURP), haberse dado de alta ante el Servicio de Administración Tributaria (SAT) y tener una cuenta bancaria en México.

Pero como explica Lucía Celeste Castro Herrera, presidenta de la Cámara Nacional de la Industria de la Transformación (Canacintra) en Tijuana, muchos empleadores desconocen que con la Tarjeta de Visitante por Razones Humanitarias, las mujeres en tránsito ya pueden trabajar.

El acceso al empleo para personas migrantes, estén de paso o a la espera de sus documentos, está fuertemente determinado por la condición de género. Como explica Cardona, los empleos a los que acceden las mujeres no necesariamente son compatibles con la posibilidad de ser cuidadoras de familia. “No es coincidencia que lo que más se les ofrece son trabajos de limpieza, servicio y cuidados. Pero el tema ya no es únicamente que no haya contrato, lo que estamos viendo es que a veces no hay ni pago. Lo que hay es acceso a una habitación o a comida”.

En la medida que se va subiendo hacia el norte de México, aumentan las posibilidades de empleo, pero nuevamente depende de la documentación.

Desde ACNUR se ha impulsado un Programa de Integración Local, por el cual reubican a personas reconocidas como refugiadas (y que por ende cuentan con sus residencias permanentes y CURP) al centro del país, al corredor industrial. Pero cuando ese esfuerzo de vinculación no resulta, lo que queda es el trabajo de calle.

Blanca Juárez explica que a las mujeres centroamericanas —con excepción de las guatemaltecas y las de pueblos originarios— no se les ve como mujeres dóciles y maleables, que son características que muchas veces los empleadores locales buscan cuando contratan a mujeres migrantes. Si son madres, es más complejo aún.

Viajar con hijos

Sandra llegó en el 2021 a Tijuana con sus dos hijos (de 13 y 17 años) y recién este año pudieron ingresar a Estados Unidos.

En el tiempo que estuvieron ahí, durmieron en el campamento migrante instalado de manera provisional en la misma garita por la cual ahora cruzan legalmente para solicitar asilo.

El campamento fue desalojado en los primeros meses del 2022 y en ese tiempo Sandra trabajó de manera informal vendiendo pulseras y cobijas en la garita peatonal y vehicular de San Ysidro.

Durante ocho meses se alojó en un albergue hasta que consiguió empleo limpiando un hotel de la colonia Zona Norte. Ahí pudo dormir en una habitación que compartió con sus hijos y otras personas de El Salvador y Honduras, quienes con el tiempo se volvieron una red de apoyo fuera de su país.

Marialex y su perrita Emi en la plaza de Tapachula, donde han pasado los últimos días a la espera de la conformación de una caravana para seguir el recorrido hacia el norte. Crédito: Tomás Reid

Al igual que Sandra y Mari, muchas mujeres viajan con sus hijas e hijos menores de edad, y aún con los esfuerzos que existen por parte de organismos internacionales para crear ferias del empleo y programas de vinculación con la fuerza laboral, el trabajo para ellas escasea. A esto se le suman dificultades como que en los albergues no hay quienes puedan cuidar a las y los menores.

“Las políticas públicas de empleo para los migrantes no tienen perspectiva de género y no consideran los matices; son las mujeres quienes están al cuidado de las familias, especialmente en contextos latinoamericanos”, explica la subdirectora de la asociación Al Otro lado, Soraya Vázquez Pesqueira.

Para llenar estos vacíos, algunas asociaciones han impartido talleres de oficios para que estas mujeres puedan autoemplearse. “Se trata de desarrollar sus herramientas para que no dependan de otros. Lo que además sirve para crear comunidad lejos de sus hogares”, explica Vázquez.

Como dice Juárez, son mujeres que están transgrediendo los cánones impuestos sobre la maternidad; salen de sus países con hijos, con futuros inciertos y sin trabajo. “Se recurre al discurso de ‘¿entonces para qué tuvieron hijos?’, lo que solo aumenta la sensación de culpa con la que ya viven”.

Xenofobia en México

En el estudio Nuestro derecho a la seguridad, realizado por ACNUR y la Sociedad de Ayuda al Inmigrante Hebreo (HIAS, por sus siglas en inglés), devela que las mujeres migrantes consideran que hay tres principales factores de riesgo en sus tránsitos: la xenofobia, falta de oportunidades económicas y de información. Además, en caso de sufrir violencias, un 62% reporta que no conoce sus derechos.

Marcela Sosa, de Canacintra Tijuana, recuerda que en un principio, no se las contrataba porque los empleadores dudaban de sus capacidades. “En el imaginario prevalecía la idea de que eran personas que no tenían educación y tuvimos que sensibilizar a las empresas para que entendieran que eran muy valiosas”, contó.

Así mismo, Juárez reflexiona que en México aún no hay conciencia respecto a la diversidad de personas que habitan en el país. “Hay un rechazo histórico a lo colonial, a lo extranjero, pero por otro lado, hay un temor infundado —basado en el racismo— hacia las personas migrantes pobres. En esa idea, influyeron mucho los medios de comunicación”.

Por lo mismo, las migraciones que vienen huyendo de la pobreza, la inseguridad, el cambio climático y que –a primera vista– no traen un capital económico, ni político, pasan a ser poco favorables y no se las considera en las políticas públicas.

Mucho menos en las empresas. “Los ven como mano de obra no calificada”, dice Juárez. “Esa otredad ha frenado una mayor integración, cuando en realidad hay muchas razones por las que México tendría que retener a estas mujeres, y no solo a las más blancas”.

Es esa la gran paradoja de México. Un país cuya población, históricamente, se ha visto obligada a emigrar, pero que cuando se enfrenta a población migrante en su propio territorio, pone obstáculos, cuestiona la integridad y no la recibe a brazos abiertos. “Se avala al gringo pero se rechaza al centroamericano que es mucho más cercano”, termina Juárez.

De sur a norte

En Tijuana, que suele ser la última parada para muchas de las personas en tránsito que buscan llegar a Estados Unidos, la apertura del mercado laboral ha ido en aumento en los últimos años.

En especial por el esfuerzos de organizaciones como ACNUR, que han capacitado a más de 80 empresas de la ciudad para que contraten a personas refugiadas y solicitantes de asilo. Es eso mismo lo que hace que el 85% de quienes llegan a la ciudad, decidan permanecer.

“Le apostamos al empleo formal y sabemos que de la población que atendemos, el 41% trabaja de manera informal”, explica Dagmara Mejía, jefa de unidad de terreno de ACNUR en Baja California y Sonora.

Lucía Celeste Castro detalló que a los socios de este organismo se les ha dado capacitaciones de sensibilización para que integren a refugiados y solicitantes de asilo a la fuerza laboral.

Por su lado, Soraya Vázquez insiste en la necesidad de crear políticas públicas con perspectiva de género y que consideren todas las intersecciones, porque mientras no se haga eso, no es mucho lo que va a cambiar.

Como Mari, que ha estado durmiendo en la plaza de Tapachula junto a su familia, hay miles de mujeres a quienes el Estado les ha fallado. Pero por el bienestar de sus hijos, dice, sigue estando dispuesta a enfrentar las adversidades.

A dormir donde haya una superficie plana durante el tiempo que sea necesario; a cruzar una selva a pie; a tener que elegir entre almorzar o comer; a pedir plata en la calle y a bañarse con la lluvia. A correr riesgos impensados. “Invertimos lo poco que teníamos para llegar hasta acá”, dice. “Pensar que no vale la pena, a estas alturas, no es una opción”.

Este reportaje fue realizado con el apoyo de International Women’s Media Foundation (IWMF) como parte de su iniciativa de ¡Exprésate! en América Latina. Con la edición de Cristina Salmerón.

*Algunos de los nombres utilizados en este reportaje han sido modificados para resguardar la identidad de las personas mencionadas

Aquí está Bryan. Escritas en cursiva sobre un pedazo de papel que colgaba de una cruz hecha de palos, esas palabras insinuaban que ahí, entre los arbustos tupidos y piedras, se había enterrado el cuerpo de Bryan. Mari no sabía quién era, pero se detuvo cuidadosamente a mirar.

Dos semanas antes había cerrado por última vez la puerta de su casa en Zulia, Venezuela. En una mañana de septiembre en la que sus cuatro hijos, que la esperaban afuera, insistían, expectantes y confundidos, con sus dudas.

Querían saber cuánto tardarían en llegar a la primera parada. Cuándo, en cambio, llegarían a la última.

En los pocos bolsos que habían amontonado en la vereda traían sus identificaciones, abrigos, un par de ollas para cocinar y una carpa. De artículos personales, únicamente una versión de bolsillo del Nuevo Testamento. Solo lo indispensable, pensó mientras armaba los bolsos.

Le habían advertido que era mejor viajar ligeros; “Esperemos que no sea necesario” –le dijeron esa vez– “pero nunca se sabe si les va a tocar correr, bajarse del camión o cruzar a pie algún río”.

Con ella viajaban su hermana, su cuñado y sus respectivos hijos. En total eran 12; tres adultos, ocho menores y un perro.

Siete países los separaban del destino final y el recorrido había sido esbozado meticulosamente por su cuñado, quien lideraría los tramos más complejos. 25 dólares para trasladarse en bus desde la capital de Venezuela hasta la frontera con Colombia. Menos de 1 dólar para moverse de Maicao a Medellín. Sabían que les tocaría caminar durante horas bajo el sol, que tendrían que bordear los pasos oficiales en algunas fronteras para evitar los puntos de Migración y que, en la mayoría de los cruces, quedarían a la deriva, en tierra de nadie.

Diseño, animación y musicalización por Gracia Fernández


Entre todos sumaban mil dólares que tendrían que alcanzar, sin excepciones, hasta el cruce en balsa desde Guatemala a México. Una vez llegados a esa frontera, pensaban, podrían trabajar. O al menos pedir plata en la calle.

Mari no le temía al recorrido, o no lo suficiente como para retroceder, pero en ese preciso instante en el que se encontró frente a la tumba improvisada de Bryan –supo después que había intentado huir pero murió en la selva– y luego de haber caminado durante cuatro días por el Darién, pensó en todas las veces que le advirtieron que en “ese cruce maldito, todo es posible”.

Pero las ganas de continuar habían sido más fuertes y el motor detrás de sus acciones, como para muchas y muchos que huyen de sus países de origen, seguía siendo la promesa de una mejor vida. Esa vida, como le habían repetido tíos, primos y amigos, la encontrarían en Estados Unidos. Y por más remota que fuera la posibilidad, el solo hecho de que existiera, apaciguaba los obstáculos del camino.

Pero hasta entonces, Mari y su familia se enfrentarían a la dura vivencia de las personas en movilidad; una espera incierta en países ajenos que se puede extender durante meses y en la que no hay mayores posibilidades de trabajar. Si las hay, se limitan al sector informal y a trabajos mayormente precarizados, sin contrato, sin garantías y bajo el alero de una posible explotación constante.

Lesbia, Alba y Damaris (de izquierda a derecha) llegaron a México escapando de las múltiples violencias que marcan sus vidas. Hoy forman parte del Programa de Emergencia Social de la Secretaría de Bienestar en Tapachula, mediante el cual han sido vinculadas a tareas comunitarias. Crédito: Tomás Reid

Mely llegó a México desde Cuba hace dos meses, junto a una sobrina de 13 años y una tía. El de ellas fue un recorrido planificado, tramo por tramo, mediante un servicio de coyote recomendado por conocidos.

El riesgo, aunque nunca lo verbalizaron, era inminente; podía tratarse de un servicio falso, les podían robar la plata, secuestrar y dejarlas tiradas en la mitad del camino. El costo era de mil 400 dólares, desde Nicaragua hasta México, y se pagaba por tramo cumplido.

Los días previos a su partida, el mismo coyote les explicó que entre las tres no podían llevar más de cinco bolsos chicos, que habría tramos en los que no las iba a poder acompañar – esos los tendrían que hacer a pie–, que era probable que las bajaran de los camiones y que si las paraban los retenes, no tenían que mostrarse nerviosas ni asustadas.

Todo iba a salir bien, les dijo, y él no las abandonaría sino hasta el último rincón de Guatemala, donde cruzarían el Río Suchiate para entrar al estado de Chiapas, en México.

El 13 de octubre, Mely y su familia llegaron a Tapachula, donde hoy residen en la casa de una mujer de la zona, con otros tres desconocidos. Y a los pocos días, consiguió empleo como mesera en un restaurante del centro, donde trabaja seis días de la semana, de 8 a 6 de la tarde.

Mediante un acuerdo de palabra, recibe un sueldo semanal de mil 200 pesos mexicanos y con eso le alcanza para alimentar a su sobrina y tía, que están bajo su responsabilidad.

Es una de las afortunadas, como ella dice. De las pocas que, al llegar y pese a no contar con los documentos correspondientes, pudo conseguir trabajo.

Filas para recibir dinero por Western Union en Tapachula, Chiapas. Crédito: Tomás Reid

Y es que, en lo que va del año, más de 500 mil personas en tránsito han ingresado a México, según la Unidad de Política Migratoria. De esas, 136 mil 934 corresponden a personas que han solicitado refugio. Y, como explica la periodista especializada en temas de migración, género y trabajo, Blanca Juárez, solo un 10% de quienes están en edades aptas para trabajar, lo están haciendo.

Situación que solo se vuelve más grave en el caso de las mujeres, cuyos movimientos, en la mayoría de los casos, son para escapar de las múltiples violencias que hoy caracterizan sus vidas. Lo que nadie les dice es que escapan de eso solo para enfrentar los retos de los países a los que llegan.

Y es que la de ellas es una historia de sobrevivencia diaria, especialmente si se trata de mujeres racializadas y empobrecidas, explica Juárez.

“Hay migraciones que se prefieren más que otras. No es lo mismo una mujer argentina, que una guatemalteca o una hondureña, por más que todas vienen arrancando de crisis”, dice. “O, el caso de Venezuela; por más que estén viviendo una crisis por un embargo económico y político de Estados Unidos, la población creció en un régimen en el que sí se les proveía de educación y salud, muy distinto a Haití que históricamente no ha tenido estabilidad”.

En tiempos de crisis humanitarias, genocidios, pandemias, guerras fronterizas y miseria desbordada, en los que hemos puesto en duda el propósito inicial de las delimitaciones territoriales, se vuelve clave preguntar: ¿Cómo habitan el desarraigo aquellas personas que no tuvieron más opción que ponerse en riesgo con tal de cruzar al otro lado? ¿A qué tratos y condiciones se enfrentan las mujeres en tránsito? Y, sobre todo, ¿qué fronteras culturales y emocionales atraviesan?

Es más difícil para ellas

Un informe realizado en el 2021 por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), titulado Mujeres migrantes centroamericanas en México: Informalidad en la contratación y el empleo, da cuenta de que las mujeres en tránsito están más expuestas que sus pares hombres a ser víctimas de malos tratos, explotación, discriminación y violencias de todo tipo.

En esto contribuyen una serie de factores. Los procesos de contratación informal y los trabajos “feminizados” a los que suelen acceder, tales como la venta ambulante, el comercio chico, el trabajo sexual y doméstico —que de por sí son trabajos mayormente precarizados y escasamente regulados—, sin duda son de los más importantes.

También influye el hecho de depender, como ocurre en muchos casos, de las visas de sus parejas hombres, quienes sí pueden acceder a trabajos con mejores sueldos y en los que hay posibilidad de obtener un contrato temporal, especialmente si se trata de puestos en el sector agrícola o de construcción.

A eso se le suma el incumplimiento del marco normativo que establece que estas mujeres tienen que estar acogidas, sea cual sea su estatus migratorio, a los derechos estipulados en las leyes federales y en los convenios internacionales que han sido ratificados por México, como la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer.

“A falta de un enfoque de género en la normativa, existen lagunas en el incumplimiento de la ley. Las mujeres migrantes son especialmente vulnerables y esto se ve exacerbado por miedo al recurso o la rescisión del contrato, si es que lo tienen, o por la constante amenaza de ser deportadas”, se plantea en el informe.

Así mismo lo explica la asociada principal de protección del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), Sofía Cardona, quien asegura que las mujeres extranjeras que se encuentran en movilidad viven con la amenaza constante por parte de sus empleadores. Esa situación da paso a cierta permisividad y las obliga a aceptar sueldos precarios, horarios extremos y retención de documentos.

“Las migrantes viven escuchando: ‘si no te gusta, le hablo a Migración’. Incluso cuando son solicitantes de refugio y cuentan con un marco de protección que previene su devolución, esa lógica hace que el temor prevalezca. Así se someten a situaciones de riesgo e incluso trata”, profundiza Cardona. “Y es que en este contexto de flujo migratorio, no se auto conciben como sujetas de derecho”.

Magreis llegó a Chiapas de Guatemala hace un año, luego de presenciar el asesinato de su empleador. Hoy tiene residencia permanente y vive en una casa en Tapachula con su hija y una compañera de Guatemala. Crédito: Tomás Reid

Regina de 52 años, llegó a México de Perú hace cinco años y pudo tramitar su residencia permanente con la ayuda de la fundación Sin Fronteras.

Ingresó al país con la misma pareja española que la había empleado durante años en Perú, pero cuando quedó embarazada, no dudaron en amenazarla y decirle que la iban a deportar.

“No les servía una trabajadora del hogar mayor y embarazada, y me quisieron descartar como si fuera un mueble viejo. Cuando somos más grandes, es como si tuviéramos que estar constantemente agradecidas de que nos consideren”, reflexiona hoy.

Con el tiempo, las agresiones vinieron de sus mismas compañeras mexicanas. “Como yo tengo que mantener a mi hijo lejos de mi familia, a veces acepto que me paguen un poco menos o me quedo a dormir en la casa de mis empleadores, para que me vuelvan a llamar. Mis colegas no lo hacen y me dicen que soy esclava y que les vine a quitar el trabajo. Pero me quedo callada y aguanto”, cuenta.

Aguantar es lo que más ha hecho Regina desde que llegó. Ha pasado por múltiples empleadores y ha trabajado en casas de colonias como Polanco y la Del Valle en Ciudad de México. Ella, en cambio, vive en una habitación en Ecatepec, Estado de México por la que paga mil 800 pesos mensuales que el arrendatario intenta subir sin pretexto alguno.

“Me han querido correr, mis empleadores me responsabilizan de romper sus candelabros y de dormir en sus camas. Soy el chivo expiatorio de todo lo que les pasa y sé que es porque soy peruana. De hecho, me viven diciendo que no me puedo olvidar que dependo de ellos. Pero si me voy a otro lado, a mi edad, no sabría qué hacer”.

Es ese, como explican los especialistas, el primer gran reto. A nivel legislativo, hay leyes que protegen a las mujeres migrantes –la Ley Federal del Trabajo postula que no existe discriminación por origen étnico o nacional, género, edad, discapacidad, religión, condición social, de salud, o migratoria– pero la información al respecto ha sido escasamente difundida, así como los fondos para que las organizaciones civiles puedan concientizar al respecto.

Terminan cobrando más relevancia los miedos y obstáculos, entre ellos la lentitud de los trámites migratorios y el precario acceso a sistemas bancarios.

Y esto es particularmente relevante porque México se ha vuelto el país que está viendo el flujo migratorio mixto más vasto de todo el mundo, como explica Sofia Cordona.

Esto significa que por las mismas rutas, vías y servicios pasan personas migrantes, refugiadas, forzadas a huir, víctimas de trata y familias con coyotes, la mayoría de las cuales ingresan a México por vía terrestre a través del estado de Chiapas.

“Lo que estamos viendo hoy es que México, si bien es un país de tránsito, se ha convertido en estos últimos años en un país de destino, particularmente para aquellos forzados a huir”, profundiza.

Y es que, si en el 2014 hubo 2 mil personas que solicitaron refugio en el país, según comenta Sofía Cardona, en el 2023 esa cifra superó las 129 mil, convirtiendo a México en el segundo país ­a nivel mundial con la mayor cantidad de solicitudes de la condición de refugiados.

En este contexto, y considerando los cambios en las políticas migratorias de Estados Unidos impulsadas después de la pandemia, por los que miles de familias se han visto retenidas en México a la espera de sus documentos o citas migratorias, es fundamental preguntarse quién vela por los derechos de estas mujeres.

Y es que se trata de una población que trae a cuestas la carga de múltiples violencias que se repiten a lo largo de sus recorridos. La mayoría, especialmente si son centroamericanas, ha sido víctima de violencia de género, explica la especialista del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, Marcela Montoya.

“Son un blanco fundamental, especialmente en los sectores pobres de sus países”, dice. Y en los cruces, vuelven a ser víctimas, esta vez de violencia sexual.

Balsas cruzando el Río Suchiate, en la frontera entre México y Guatemala. Crédito: Tomás Reid

“Es principalmente en la frontera entre México y Guatemala donde los agentes migratorios las extorsionan más”, explica Blanca Juárez. “En un sistema misógino y machista, es esa la moneda de cambio. Y las mujeres ya lo saben; muchas toman pastillas anticonceptivas antes de cruzar”.

Dagmara Mejía, jefa de unidad de terreno de ACNUR en Baja California y Sonora comenta que alrededor del 41% del total de solicitantes de refugio en el país son mujeres. A eso se le suma, como explica el titular de Comar en Baja California, Efren González Pola, que esa espera puede ser de hasta siete meses o más, lo que solo entorpece la búsqueda de empleo.

Por lo mismo, son los sectores informales —en los que no hay empleador o no están formalmente inscritos en el Instituto Nacional de Migración (INM)— los que más emplean a mujeres.

Así lo revela una encuesta realizada por ACNUR durante el primer semestre del 2023; de las personas en tránsito que permanecen en la ciudad fronteriza de Tijuana, el 59% trabaja de manera informal.

En el caso de las personas que trabajan de manera formal y pueden acceder a diversas prestaciones, el 20% se dedica al área de servicios (cajeras, meseras, limpieza), el 18% a la industria y el 12% en puestos administrativos, según los resultados de la encuesta.

Como se establece en el informe de la OIT, la informalidad y la temporalidad siguen siendo las características predominantes de la movilidad fronteriza. “A la complejidad y costo del trámite para la obtención del permisos de trabajo, se suma que los trabajadores migrantes y los empleadores incumplen las reglas en materia de migración y empleo, lo que repercute más en las mujeres que están sobrerrepresentadas en los sectores de servicios”, postulan.

En la mayoría de los casos, las poblaciones en tránsito no cuentan con toda su documentación, sea porque la perdieron a lo largo de su travesía, o porque fueron víctimas de asalto, o porque simplemente tuvieron que salir de sus países con lo esencial. Y esto, como es de esperarse, se suma a la lista de impedimentos al momento de buscar trabajo.

Para poder contratar formalmente a una persona en tránsito, además, es necesario que cuente con su Clave Única de Registro de Población (CURP), haberse dado de alta ante el Servicio de Administración Tributaria (SAT) y tener una cuenta bancaria en México.

Pero como explica Lucía Celeste Castro Herrera, presidenta de la Cámara Nacional de la Industria de la Transformación (Canacintra) en Tijuana, muchos empleadores desconocen que con la Tarjeta de Visitante por Razones Humanitarias, las mujeres en tránsito ya pueden trabajar.

El acceso al empleo para personas migrantes, estén de paso o a la espera de sus documentos, está fuertemente determinado por la condición de género. Como explica Cardona, los empleos a los que acceden las mujeres no necesariamente son compatibles con la posibilidad de ser cuidadoras de familia. “No es coincidencia que lo que más se les ofrece son trabajos de limpieza, servicio y cuidados. Pero el tema ya no es únicamente que no haya contrato, lo que estamos viendo es que a veces no hay ni pago. Lo que hay es acceso a una habitación o a comida”.

En la medida que se va subiendo hacia el norte de México, aumentan las posibilidades de empleo, pero nuevamente depende de la documentación.

Desde ACNUR se ha impulsado un Programa de Integración Local, por el cual reubican a personas reconocidas como refugiadas (y que por ende cuentan con sus residencias permanentes y CURP) al centro del país, al corredor industrial. Pero cuando ese esfuerzo de vinculación no resulta, lo que queda es el trabajo de calle.

Blanca Juárez explica que a las mujeres centroamericanas —con excepción de las guatemaltecas y las de pueblos originarios— no se les ve como mujeres dóciles y maleables, que son características que muchas veces los empleadores locales buscan cuando contratan a mujeres migrantes. Si son madres, es más complejo aún.

Viajar con hijos

Sandra llegó en el 2021 a Tijuana con sus dos hijos (de 13 y 17 años) y recién este año pudieron ingresar a Estados Unidos.

En el tiempo que estuvieron ahí, durmieron en el campamento migrante instalado de manera provisional en la misma garita por la cual ahora cruzan legalmente para solicitar asilo.

El campamento fue desalojado en los primeros meses del 2022 y en ese tiempo Sandra trabajó de manera informal vendiendo pulseras y cobijas en la garita peatonal y vehicular de San Ysidro.

Durante ocho meses se alojó en un albergue hasta que consiguió empleo limpiando un hotel de la colonia Zona Norte. Ahí pudo dormir en una habitación que compartió con sus hijos y otras personas de El Salvador y Honduras, quienes con el tiempo se volvieron una red de apoyo fuera de su país.

Marialex y su perrita Emi en la plaza de Tapachula, donde han pasado los últimos días a la espera de la conformación de una caravana para seguir el recorrido hacia el norte. Crédito: Tomás Reid

Al igual que Sandra y Mari, muchas mujeres viajan con sus hijas e hijos menores de edad, y aún con los esfuerzos que existen por parte de organismos internacionales para crear ferias del empleo y programas de vinculación con la fuerza laboral, el trabajo para ellas escasea. A esto se le suman dificultades como que en los albergues no hay quienes puedan cuidar a las y los menores.

“Las políticas públicas de empleo para los migrantes no tienen perspectiva de género y no consideran los matices; son las mujeres quienes están al cuidado de las familias, especialmente en contextos latinoamericanos”, explica la subdirectora de la asociación Al Otro lado, Soraya Vázquez Pesqueira.

Para llenar estos vacíos, algunas asociaciones han impartido talleres de oficios para que estas mujeres puedan autoemplearse. “Se trata de desarrollar sus herramientas para que no dependan de otros. Lo que además sirve para crear comunidad lejos de sus hogares”, explica Vázquez.

Como dice Juárez, son mujeres que están transgrediendo los cánones impuestos sobre la maternidad; salen de sus países con hijos, con futuros inciertos y sin trabajo. “Se recurre al discurso de ‘¿entonces para qué tuvieron hijos?’, lo que solo aumenta la sensación de culpa con la que ya viven”.

Xenofobia en México

En el estudio Nuestro derecho a la seguridad, realizado por ACNUR y la Sociedad de Ayuda al Inmigrante Hebreo (HIAS, por sus siglas en inglés), devela que las mujeres migrantes consideran que hay tres principales factores de riesgo en sus tránsitos: la xenofobia, falta de oportunidades económicas y de información. Además, en caso de sufrir violencias, un 62% reporta que no conoce sus derechos.

Marcela Sosa, de Canacintra Tijuana, recuerda que en un principio, no se las contrataba porque los empleadores dudaban de sus capacidades. “En el imaginario prevalecía la idea de que eran personas que no tenían educación y tuvimos que sensibilizar a las empresas para que entendieran que eran muy valiosas”, contó.

Así mismo, Juárez reflexiona que en México aún no hay conciencia respecto a la diversidad de personas que habitan en el país. “Hay un rechazo histórico a lo colonial, a lo extranjero, pero por otro lado, hay un temor infundado —basado en el racismo— hacia las personas migrantes pobres. En esa idea, influyeron mucho los medios de comunicación”.

Por lo mismo, las migraciones que vienen huyendo de la pobreza, la inseguridad, el cambio climático y que –a primera vista– no traen un capital económico, ni político, pasan a ser poco favorables y no se las considera en las políticas públicas.

Mucho menos en las empresas. “Los ven como mano de obra no calificada”, dice Juárez. “Esa otredad ha frenado una mayor integración, cuando en realidad hay muchas razones por las que México tendría que retener a estas mujeres, y no solo a las más blancas”.

Es esa la gran paradoja de México. Un país cuya población, históricamente, se ha visto obligada a emigrar, pero que cuando se enfrenta a población migrante en su propio territorio, pone obstáculos, cuestiona la integridad y no la recibe a brazos abiertos. “Se avala al gringo pero se rechaza al centroamericano que es mucho más cercano”, termina Juárez.

De sur a norte

En Tijuana, que suele ser la última parada para muchas de las personas en tránsito que buscan llegar a Estados Unidos, la apertura del mercado laboral ha ido en aumento en los últimos años.

En especial por el esfuerzos de organizaciones como ACNUR, que han capacitado a más de 80 empresas de la ciudad para que contraten a personas refugiadas y solicitantes de asilo. Es eso mismo lo que hace que el 85% de quienes llegan a la ciudad, decidan permanecer.

“Le apostamos al empleo formal y sabemos que de la población que atendemos, el 41% trabaja de manera informal”, explica Dagmara Mejía, jefa de unidad de terreno de ACNUR en Baja California y Sonora.

Lucía Celeste Castro detalló que a los socios de este organismo se les ha dado capacitaciones de sensibilización para que integren a refugiados y solicitantes de asilo a la fuerza laboral.

Por su lado, Soraya Vázquez insiste en la necesidad de crear políticas públicas con perspectiva de género y que consideren todas las intersecciones, porque mientras no se haga eso, no es mucho lo que va a cambiar.

Como Mari, que ha estado durmiendo en la plaza de Tapachula junto a su familia, hay miles de mujeres a quienes el Estado les ha fallado. Pero por el bienestar de sus hijos, dice, sigue estando dispuesta a enfrentar las adversidades.

A dormir donde haya una superficie plana durante el tiempo que sea necesario; a cruzar una selva a pie; a tener que elegir entre almorzar o comer; a pedir plata en la calle y a bañarse con la lluvia. A correr riesgos impensados. “Invertimos lo poco que teníamos para llegar hasta acá”, dice. “Pensar que no vale la pena, a estas alturas, no es una opción”.

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