/ viernes 31 de diciembre de 2021

Expediente Confidencial | Atlas: maldición rota

Yo nunca le fui al Atlas. Sin embargo, durante casi 30 años viví junto a un furibundo atlista: mi padre.

Si el atlismo es una religión, mi padre jamás dejó de atender la 'misa' que, cada dos semanas, los sábados por la noche, se televisaba desde el Estadio Jalisco. Lloviese, tronara o relampagueara (lo que en mi tierra es literal), el hombre que me dio la vida se sentaba ante el televisor para ver las peripecias de un equipo cuya sede estaba a casi 700 kilómetros de nuestro domicilio. Ni siquiera los dos descensos a segunda división que tuvo el Atlas, hicieron disminuir su fidelidad hacia ese amor a distancia.

Mi padre empezó su idilio rojinegro de oídas. Literalmente. En su pueblo natal, enclavado al pie del Pico de Orizaba, escuchaba, en una radio de pilas, las hazañas de un equipo que, en 1951, arrasó en el torneo liguero de fútbol, de la mano de un costarricense llamado Edwin Cubero.

Los grandes romances deportivos de mi progenitor se construyeron mediante las ondas electromagnéticas. Del Atlas, se enamoró con el sonido de sus goles. De los Empacadores de Green Bay, su otro gran amor, al ver el famoso 'Tazón del Hielo' por TV. Ya no dejó a ninguno, pese a que apenas vio contadas ocasiones a los Zorros desde las gradas y a los 'Cabezas de Queso' nunca.

Siendo yo un niño, con su privilegiada memoria, me describía los lances de quienes habían sido ídolos atlistas, aunque dos prevalecían: Ricardo Chavarín, el 'Astroboy', quien, hasta la irrupción de 'Rafa' Márquez, era, para mi padre, el más grande de todos cuantos habían vestido la elástica académica; y Alberto 'Loco' Mariscal, cuya lesión de rodilla ("chocando contra un portero que salió con mala leche"), mi padre lamentaba, pues aseguraba que era una estrella en ciernes.

De todas las que me relató, ninguna historia tan atlista como aquella de la semifinal contra el América, jugada en 1985. En su charla, mi padre trazaba aquella noche de domingo como un pincel dibujando una acuarela: la valiente estrategia del 'Pistache' Torres, consistente en jugarle de tú a tú al campeón en pleno Azteca. La prodigiosa barrida, sobre la línea de meta, del 'Cuchillo' Herrera ("por esa jugada, el 'Zurdo' López pidió que se lo llevaran al América"). La dilatada serie de penales que acabó con final triste para los Zorros. Mil veces me la contó y jamás me cansó. Incluso, yo pedí varias de esas repeticiones.

Durante aquellas tertulias rojinegras ante la pantalla, mi padre se transformaba en director técnico y mostraba su acuerdo o desacuerdo con las estrategias de Luis Garisto, Marcelo Bielsa, Eduardo Solari o Ricardo Lavolpe. Como si estuviese al pie del campo, cuestionaba o aplaudía los lances de Siboldi, Dalla Libera, 'Tapita' García, Darío Franco, Pablo Lavallén y Diego Cocca, quien, aún no lo sabíamos, tenía la onza, pero no en sus pies, sino en su cabeza. Y faltaban 22 años para que la cambiara.

En los noventas, mi padre atestiguó cómo el Atlas se convirtió en la cantera futbolística más exitosa de México. Quedaba impactado ante el talento inmenso que tenían los 'Niños Héroes', como se les empezó a llamar. Sus favoritos fueron Pável Pardo, Jared Borgetti, Oswaldo Sánchez, Juan Pablo Rodríguez, Daniel Osorno, Miguel Zepeda, Andrés Guardado y el ya citado Márquez. Sin embargo, al igual que con Mariscal, le dejó un sabor amargo ver como se trozaba la carrera de César Andrade, en un accidente automovilístico ocurrido en 1999, que el propio jugador se buscó con su irresponsabilidad al conducir y su proclividad a la fiesta, que siempre es mala consejera.

Mi padre fue inmensamente feliz en mayo de 1999, cuando su equipo del alma llegó, por primera vez, a una final. Inversamente proporcional fue su tristeza, cuando perdió, en penales, ante el Toluca. Recuerdo su rostro de dolor y que, a pesar de que eran las 4 de la tarde cuando terminó el partido, se fue a dormir. Habían pasado 48 años del campeonato en 1951 y, tal vez, solo tal vez, presentía que se marchaba la única oportunidad de ver a su escuadra coronándose

De adolescente y universitario, lo acompañé cada vez que el Atlas jugaba en la Ciudad de México y había oportunidad de verlo desde la grada. Yo no le iba al Atlas, pero me sentía feliz cuando ganaba o sacaba un empate de 'riñones' ante América, Cruz Azul o Necaxa, porque era para mi padre un bálsamo en su ajetreado trabajo y sus siempre exigentes responsabilidades. Recuerdo, entre esas visitas, un 4-4 con el América, en 2003, que disfrutó como si fuese una liguilla. Esos viajes, con charlas maravillosas de fútbol en el autobús, para sazonar la ida y el retorno, son de los recuerdos más preciados que tengo con él.

El tiempo, sin embargo, nunca perdona. Y las fuerzas y ganas de ir al encuentro atlista hasta el Azteca, comenzaron a faltarle, hasta que un día no fuimos más. No pasó mucho tiempo para que la salud empezara a jugarle malas pasadas. Y la muerte, malnacida como es, lo derrotó en su segundo enfrentamiento con ella, en un hospital. En el primero, yo lo acompañé a vencerla en un intrincado partido de 12 días de duración, del cual salió en silla de ruedas, pero con los brazos en alto. En el último, la maldita se lo llevó tan pronto, que no pude ni llegar de refuerzo.

No olvido que, el primer domingo después de su muerte, estando solo en casa, encendí la TV y apareció el juego que Atlas disputaba contra el ahora extinto Morelia. Quizás era su forma de decirme adiós y despedirse de tantos días futboleros ante la pantalla chica.

Por eso, aunque nunca le fui al Atlas, sufrí como él sufría y gocé como él gozaba (¡a lo Atlas!), cuando su equipo venció a Pumas y llegó a la final. Y lloré, como un niño, cuando derrotó al León en la final. Y lo sentí muy cerca de mí, como si no se hubiera ido, como si juntos, además de haber visto cómo se rompía la maldición de los 70 años, también hubiésemos roto otra más grande aún: la de esa insalvable distancia que pone la muerte con nuestros seres amados...

Comentarios: gerardofm2020@gmail.com

Yo nunca le fui al Atlas. Sin embargo, durante casi 30 años viví junto a un furibundo atlista: mi padre.

Si el atlismo es una religión, mi padre jamás dejó de atender la 'misa' que, cada dos semanas, los sábados por la noche, se televisaba desde el Estadio Jalisco. Lloviese, tronara o relampagueara (lo que en mi tierra es literal), el hombre que me dio la vida se sentaba ante el televisor para ver las peripecias de un equipo cuya sede estaba a casi 700 kilómetros de nuestro domicilio. Ni siquiera los dos descensos a segunda división que tuvo el Atlas, hicieron disminuir su fidelidad hacia ese amor a distancia.

Mi padre empezó su idilio rojinegro de oídas. Literalmente. En su pueblo natal, enclavado al pie del Pico de Orizaba, escuchaba, en una radio de pilas, las hazañas de un equipo que, en 1951, arrasó en el torneo liguero de fútbol, de la mano de un costarricense llamado Edwin Cubero.

Los grandes romances deportivos de mi progenitor se construyeron mediante las ondas electromagnéticas. Del Atlas, se enamoró con el sonido de sus goles. De los Empacadores de Green Bay, su otro gran amor, al ver el famoso 'Tazón del Hielo' por TV. Ya no dejó a ninguno, pese a que apenas vio contadas ocasiones a los Zorros desde las gradas y a los 'Cabezas de Queso' nunca.

Siendo yo un niño, con su privilegiada memoria, me describía los lances de quienes habían sido ídolos atlistas, aunque dos prevalecían: Ricardo Chavarín, el 'Astroboy', quien, hasta la irrupción de 'Rafa' Márquez, era, para mi padre, el más grande de todos cuantos habían vestido la elástica académica; y Alberto 'Loco' Mariscal, cuya lesión de rodilla ("chocando contra un portero que salió con mala leche"), mi padre lamentaba, pues aseguraba que era una estrella en ciernes.

De todas las que me relató, ninguna historia tan atlista como aquella de la semifinal contra el América, jugada en 1985. En su charla, mi padre trazaba aquella noche de domingo como un pincel dibujando una acuarela: la valiente estrategia del 'Pistache' Torres, consistente en jugarle de tú a tú al campeón en pleno Azteca. La prodigiosa barrida, sobre la línea de meta, del 'Cuchillo' Herrera ("por esa jugada, el 'Zurdo' López pidió que se lo llevaran al América"). La dilatada serie de penales que acabó con final triste para los Zorros. Mil veces me la contó y jamás me cansó. Incluso, yo pedí varias de esas repeticiones.

Durante aquellas tertulias rojinegras ante la pantalla, mi padre se transformaba en director técnico y mostraba su acuerdo o desacuerdo con las estrategias de Luis Garisto, Marcelo Bielsa, Eduardo Solari o Ricardo Lavolpe. Como si estuviese al pie del campo, cuestionaba o aplaudía los lances de Siboldi, Dalla Libera, 'Tapita' García, Darío Franco, Pablo Lavallén y Diego Cocca, quien, aún no lo sabíamos, tenía la onza, pero no en sus pies, sino en su cabeza. Y faltaban 22 años para que la cambiara.

En los noventas, mi padre atestiguó cómo el Atlas se convirtió en la cantera futbolística más exitosa de México. Quedaba impactado ante el talento inmenso que tenían los 'Niños Héroes', como se les empezó a llamar. Sus favoritos fueron Pável Pardo, Jared Borgetti, Oswaldo Sánchez, Juan Pablo Rodríguez, Daniel Osorno, Miguel Zepeda, Andrés Guardado y el ya citado Márquez. Sin embargo, al igual que con Mariscal, le dejó un sabor amargo ver como se trozaba la carrera de César Andrade, en un accidente automovilístico ocurrido en 1999, que el propio jugador se buscó con su irresponsabilidad al conducir y su proclividad a la fiesta, que siempre es mala consejera.

Mi padre fue inmensamente feliz en mayo de 1999, cuando su equipo del alma llegó, por primera vez, a una final. Inversamente proporcional fue su tristeza, cuando perdió, en penales, ante el Toluca. Recuerdo su rostro de dolor y que, a pesar de que eran las 4 de la tarde cuando terminó el partido, se fue a dormir. Habían pasado 48 años del campeonato en 1951 y, tal vez, solo tal vez, presentía que se marchaba la única oportunidad de ver a su escuadra coronándose

De adolescente y universitario, lo acompañé cada vez que el Atlas jugaba en la Ciudad de México y había oportunidad de verlo desde la grada. Yo no le iba al Atlas, pero me sentía feliz cuando ganaba o sacaba un empate de 'riñones' ante América, Cruz Azul o Necaxa, porque era para mi padre un bálsamo en su ajetreado trabajo y sus siempre exigentes responsabilidades. Recuerdo, entre esas visitas, un 4-4 con el América, en 2003, que disfrutó como si fuese una liguilla. Esos viajes, con charlas maravillosas de fútbol en el autobús, para sazonar la ida y el retorno, son de los recuerdos más preciados que tengo con él.

El tiempo, sin embargo, nunca perdona. Y las fuerzas y ganas de ir al encuentro atlista hasta el Azteca, comenzaron a faltarle, hasta que un día no fuimos más. No pasó mucho tiempo para que la salud empezara a jugarle malas pasadas. Y la muerte, malnacida como es, lo derrotó en su segundo enfrentamiento con ella, en un hospital. En el primero, yo lo acompañé a vencerla en un intrincado partido de 12 días de duración, del cual salió en silla de ruedas, pero con los brazos en alto. En el último, la maldita se lo llevó tan pronto, que no pude ni llegar de refuerzo.

No olvido que, el primer domingo después de su muerte, estando solo en casa, encendí la TV y apareció el juego que Atlas disputaba contra el ahora extinto Morelia. Quizás era su forma de decirme adiós y despedirse de tantos días futboleros ante la pantalla chica.

Por eso, aunque nunca le fui al Atlas, sufrí como él sufría y gocé como él gozaba (¡a lo Atlas!), cuando su equipo venció a Pumas y llegó a la final. Y lloré, como un niño, cuando derrotó al León en la final. Y lo sentí muy cerca de mí, como si no se hubiera ido, como si juntos, además de haber visto cómo se rompía la maldición de los 70 años, también hubiésemos roto otra más grande aún: la de esa insalvable distancia que pone la muerte con nuestros seres amados...

Comentarios: gerardofm2020@gmail.com